Casares, Tomás D.
DERECHO CRISTIANO
Ortodoxia; Nº 4; 1943
Desde el cristianismo la consideración de todo problema de la conducta humana, la individual y la social, tiene que hacerse cargo de la Revelación relativa a la concreta condición del hombre a la única posibilidad efectiva de superarla: es decir, a su condición de naturaleza caída y redimida por la Gracia.
A la recuperación de esos elementos tan esencialmente constitutivos de una concepción verdadera e integral del hombre y de la sociabilidad humana es a le que nos referimos al aludir a una noción de derecho cristiano, y no sólo a la condición jurídica de la sociedad constituida por los hombres bautizados, que es- la Iglesia Católica en su existencia jerárquica Por sutiles y precisas que sean las distinciones con que se delimite la legítima autonomía del orden natural y temporal, queda en pie con toda su eminencia el imperativo de no pensar lo temporal en términos de una independencia absoluta que equivaldría a pensarlo paradójicamente, sin razón de ser.
Todo ha de cooperar en la obra de la Redención ya que sólo por ella le adviene al hombre su más esencial perfección y le es alcanzado su verdadero bien. Nada se hace para el verdadero bien del hombre si no está de algún modo ordenado a su salvación eterna. Ha de darse al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero en última instancia lo del César no es suyo: él también es, según el modo propio de lo temporal, ministro de Dios (Rom. XIII, 4-6). Esa substancia de su autoridad, que es el poder de mando, la ha recibido de lo alto, según la palabra de El mismo que ordenó darle al César lo propio (Ev. San Juan XIX, 2); y la substancia de la subordinación que le es debida, es decir, la obediencia, tiene la condición radical de que no se mande Contra la ley de Dios, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, IV 19). La potestad del César y la potestad de Dios no pueden concebirse como dos órbitas independientes sin que la concepción incube un intento de subordinar la segunda a la primera, porque el querer de quien tiene la fuera tiende a no tener otra medida que la de la propia fuerza si no lo señorea el reconocimiento de su esencial subordinación a una potestad en la que está 1a fuente de la propia. Para no mandar contra la ley de Dios hay que mandar según ella. Y el mandar según ella requiere el reconocimiento de la subordinación del orden en el cual se ejerce la propia potestad temporal del orden de la ley de Dios. Todo lo cual es cosa bien distinta de una coordinación externa de potestades y jurisdicciones; es hacer que el corazón de la ley del orden temporal sea penetrado por una viviente intencionalidad cristiana; construir a la Ciudad terrestre en la expectación de la Ciudad eterna; ser César de tal modo que cuanto a él le sea dado lo sea través suyo, a Dios.
Es a esta luz que el orden jurídico requiere ser pensado para serlo de modo adecuado a la más eminente ciudadanía del hombre, que es su ciudadanía celeste.
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Por la Gracia y las virtudes teologales, esas operaciones de Dios en nosotros sin nosotros, somos incorporados al organismo viviente del orden sobrenatural y participamos de la vida divina para la cual fuimos creados. Cuando la Fe ha puesto los cimientos la desesperación de desterrado que consume al hombre sin la Gracia se trueca en el esplendor de la Esperanza; esperanza indefectible de una perfecta beatitud de la que es una anticipación en este mundo la vida de Caridad.
Pero la vida de la Gracia es, en cierto sentido, tan la vida del hombre con la de su común naturaleza. No es una realidad - sobreagregada sino la propia realidad natural sobreelevada. El ápice de perfección allegada por las virtudes sobrenaturales comporta, sin duda, de por si una perfección espiritual de la naturaleza humana[1]. Pero no hemos de pensar en algo así como una suplencia de las virtudes naturales por este régimen de las virtudes teologales. La obra de Dios en nosotros no nos dispensa de la obra propia, y hay, por lo común, una cierta relación d proporcionalidad entre los dones de la Gracia y la disposición de la naturaleza que ha de recibirlo.. Todo paso en el camino de la virtud es una cierta elevación del hombre y por ello algo así como un apremio en la expectación de un destino más alto que aquel, a que las potencias naturales son capaces de llevarnos. No es un merito al cual el don de la Gracia corresponda en justicia, porque la infinitud de la Gracia no puede ser humanamente merecida. Ni un requisito de la operación de la Gracia en nosotros, puesto que es operación de una Omnipotencia. Aquello tiene más bien el sentido y la eficacia de una impetración (Mat. VII, 7-11). Hay un sentido y un valor impetratorio en la esencia y como en la entraña de toda operación virtuosa, porque los actos de esa especie por ser una victoria sobre sí mismo, no pueden en rigor traer consigo nada parecido a una complacencia de si mismo; están hechos de propia negación y vencimiento propio y son como un clamor por una existencia superior que nos redima.
Entre los dos términos de la vida moral y espiritual del hombre: el de las virtudes eminentemente sobrenaturales, que son las teologales, y el de las virtudes naturales o adquiridas, aparece el lugar de un tercer término que ilumina el régimen de la relación de aquéllas y el más intimo sentido de la vida cristiana en cuanto elevación y transfiguración de la totalidad de la vida del hombre. Se trata de las virtudes infusas que no son las teologales, hábitos, dice Santo Tomás, divinamente causados en nosotros, que son, respecto a las virtudes teologales, como las virtudes morales e intelectuales —del orden natural— con respecto a los principios naturales de la virtud, y que difieren específicamente de las virtudes morales adquiridas en que las primeras ponen en buena disposición para el orden de las cosas que vincula a la persona con “la ciudad de 1os Santos y la casa de Dios” (S. Pablo, Ef.2, 19) y por las segundas el hombre se dispone bien en orden a las realidades humanas (I-II, Cuest. 65. a. 3 y 4).
Henos ante una fecundación sobrenatural del régimen de las virtudes naturales. No se trata de un sistema de virtudes aparte que no tengan con las del orden natural otra relación que la de llevar los mismos nombres y operar sobre objetos análogos. Es la promoción hacia un fin sobrenatural del movimiento propio de las virtudes naturales. Estas últimas no miran al orden de las realidades humanas porque los sujetos de ellas no hayan querido proponerse mirar alto, sino porque lo sobrenatural no es algo así como un extremo de altura al término del orden natural, sino un orden distinto e inaccesible a las potencias humanas sin el auxilio de la Gracia. Sobre el abismo que separa a la vida virtuosa del orden natural, de la vida sobrenatural constituida bajo el régimen de las virtudes teologales, se tienden las virtudes infusas por obra de las cuales —obra de la Gracia, es decir, sólo de Dios— la operación de las virtudes naturales, la templanza, por ejemplo, para emplear el de Santo Tomás en esta parte de la Suma, no es sólo la medida en la apetencia del bien que procuran las cosas agradables en vista de la salud del cuerpo y de que el uso de la razón no sea impedido, sino también “la reducción del cuerpo a servidumbre” según la palabra de San Pablo. Se trata de una recta disposición no sólo en orden a las realidades humanas, sino a las cosas que vinculan a “ la Ciudad de-los Santos y a la casa de Dios”, es cierto, pero a través del orden de las realidades humanas y temporales. No hay sacrificio del orden natural y de sus exigencias propias sino una conformación de él y de sus exigencias al orden sobrenatural, que se opera por la transfiguración del objeto de las respectivas virtudes. El ser justo según la virtud infusa de justicia no es serlo del mismo modo que según la justicia adquirida, pero es un modo de serlo que incluye la perfección posible a la virtud de justicia en el orden natural. Es por de pronto ser pura y simplemente justo, pero según una medida que no es humana sino divina y gracias a una potencia operativa que no es de la naturaleza sino de Dios.
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Hemos mencionado la relación vital de las virtudes infusas con las virtudes adquiridas de análoga especie porque lo requería la ilustración de la siguiente consecuencia en vista de la cual fue dicho todo lo precedente: puesto que la materia de las virtudes infusas la constituyen, como la de las adquiridas, las pasiones y las operaciones humanas y tener prudencia o fortaleza infusas no es ser fuerte o prudente de una manera ajena al serlos según las respectivas virtudes morales adquiridas sino serlo “de una más elevada manera”, dice Santo Tomás, el enriquecimiento y como sobreelevada perfección que las virtudes infusas allegan a la operación propia de las virtud morales, comporta una iluminación del objeto de éstas.
Ese objeto es de este mundo; por la práctica de la virtud adquirida de justicia se da a cada uno lo suyo según las exigencias esta vida humana y temporal. El de aquéllas es del otro, y por eso el ser justo según la virtud infusa de justicia es estar en disposición de dar a cada uno lo suyo en orden a la salvación eterna y según la medida del amor, que puede llegar a ser la de un dar hasta lo que en justicia natural es rigurosamente propio. Pero como es uno y el mismo el hombre que practica la justicia orden natural y el que es elevado por la Gracia a un modo de ser justo que atiende lo que le es debido a los demás según el orden de “ la Casa de Dios”, esta superior disposición tiene que comportar en él un discernimiento nuevo y distinto, bajo otra luz, del objeto de la virtud natural o adquirida de justicia. Puesto que aquella disposición es más elevada, en el régimen de comunicación viviente de las dos especies de virtud sucede que el discernimiento propio de la virtud inferior, con respecto a su objeto, es asumido por el discernimiento propio de la superior según la relación de lo subordinado a lo subordinante.
Ese objeto es el derecho; consiste en dar a cada uno lo suyo; y lo propio de cada uno es precisamente. su derecho. Hay, pues, un derecho relativo a la virtud adquirida de justicia y un derecho correspondiente a la virtud infusa del mismo nombre; y entre una y otra especie de derecho ha de existir una relación análoga a la que hay entre las respectivas virtudes. La noción de derecho correspondiente a la virtud natural de justicia no es substituida por la que corresponde a la justicia infusa, porque ello importaría la arbitrariedad de juzgar del orden natural según los principios del orden sobrenatural que le son radicalmente inadecuados. Se trata de la iluminación que para el discernimiento del derecho en el orden humano temporal allega una disposición de justicia que proviene de la Gracia y pone a la consideración de lo que le es debido al prójimo en la línea de lo que requiere su destino sobrenatural, al cual ha de acceder a través de esta existencia temporal. Es una refracción de la luz del objeto de la virtud infusa de justicia hacia el objeto de la justicia adquirida, y con ello una posibilidad de hallarle a este último su más entrañable sentido. Un modo de discernir que salvaguarda la comunicación viviente y substancial de los dos principios, el natural y el sobrenatural, con que se constituye la estructura esencial del .hombre redimido.
Bajo esa luz aparece como debido, por los semejantes, a los miembros de la comunidad social en el orden temporal, algo que por la magnitud, o por la especie, o por el modo de deberlo trasciende lo debido en el puro orden natural. En la sociedad de los hombres redimidos debe imperar un derecho superior al derecho natural[2]; así como su estado no es de pura naturaleza, tampoco su derecho; a ese derecho propio de su estado cristiano es a lo que llamamos un derecho cristiano, o si se quiere, un estado cristiano del derecho que comporta una elevación de su naturaleza.
Si esto se considera no del punto de vista del objeto de la virtud de justicia sino de su práctica, lo que de inmediato nos aparece manifiesto es una comunicación de la virtud natural de justicia con la virtud teologal de Caridad a través de la justicia infusa, lo cual no importa una suplantación ni una complementación y ni siquiera una rectificación de la justicia por la Caridad sino, en todo caso, un modo de ser justo, en los deberes de justicia del orden natural, informado por la Caridad. La formalidad de la Caridad recae como sobre una materia que le está ordenada, sobre el ejercicio de la virtud natural de justicia. Y es así como hay un modo de ser padre, ciudadano, dueño, acreedor o magistrado en la Caridad, sin ninguna renuncia o sacrificio substancial del derecho que asiste por ley de naturaleza, al padre, al dueño, al magistrado, al acreedor o al ciudadano. El entendimiento del propio derecho o la propia obligación y el ejercido del uno y el cumplimiento de la otra reciben de la vida de Caridad una iluminación y un confortamiento que promueve la congruencia de todo ello –el entendimiento y la ejecución-, con las exigencias del orden sobrenatural. Sin ser un modo de comportarse en justicia que trascienda el limite de los mandatos y opere según los consejos evangélicos, es una perfección de la conducta justa que proviene del espíritu de los consejos y obedece a una viviente intencionalidad sobrenatural.
Pero esto es así en orden a la práctica de la justicia porque una noción objetiva de lo propio o del derecho, en lo que concierne a la convivencia de los hombres en este mundo y al bien puramente humano y temporal de esa convivencia, que se funda, sí, en la consideración de las exigencias de la naturaleza —y en este sentido la noción a que nos referimos implica la de un derecho natural y la asume—, pero en cuanto ordenada —dicha naturaleza— a un destino sobrenatural y asistida por la Gracia.
Reduzcamos las consecuencias de todo esto a una apresurada enunciación de conclusiones: La ley divina revelada y sobre todo la Ley nueva, la ley de Cristo, no rige en algo así como una porción del hombre distinta e independiente de aquella que es regida por la- ley natural. No puede ser querido por un cristiano el bien humano y temporal sin consideración de lo que es y exige de todas las potencias humanas el amor a Quien debe ser amado sobre todas las cosas. Desde que la virtud teologal de la fe existe en el alma no se puede considerar esencialmente buena y justa la instalación del hombre en un orden de convivencia o régimen jurídico temporal que no esté como en tensión hacia la ciudad de Dios, que no esté urgido y urja indirectamente él mismo a sus súbditos en todo lo que comporta la ciudadanía celeste y eterna de estos. No hará asignación adecuada de lo propio a cada uno un derecho que la haga según una condición de cada uno en el cuerpo social que no contemple el bien propio de ese cuerpo a la lux de aquella más eminente incorporación de cada uno al Cuerpo Místico. No ha de demorarse, en fin, el cristiano en una concepción de la autoridad temporal sin comunicación concreta y viva con la realeza social de Jesucristo.
El proceso de la civilización antigua que hizo el genio de San Agustín en la “Ciudad de Dios” es un ejemplo egregio de determinación de lo que comporta la Nueva Ley en todos los ordenes de lo humano, y no sólo en la intimidad de los espíritus, confrontando con la obra de hombres antes de su promulgación. Su Ciudad de Dios no se contrapone a la ciudad temporal y terrena; el cristiano es a un tiempo ciudadano de la una y de la otra y no es concebible una substitución de la una por la otra, como no sea al fin de los tiempos. La que opone a la Ciudad de Dios es la de Satanás y de lo que se trata es de que la sociedad de los hombres en este mundo se substraiga al imperio del demonio; para lo cual el camino es constituirse bajo el signo de Cristo. Constituir bajo él todos los órdenes humanos; hacer, en fin, del orden positivo de los estados una incoación de la ciudad celeste.
La cristiandad medieval asumió esa misión y la llevó a grados diversos de realización concreta en todos los órdenes de la civilización y la cultura, dando con ello testimonio de su efectiva posibilidad, como -para no citar sino un ejemplo relativo a nuestro tema—, al constituirse jurídicamente con las estructuras del derecho romano, esto es, de un derecho positivo exclusivamente fundado en los principios del orden natural, pero operando en él una progresiva transformación entrañable por virtud de la formalidad cristiana que presidía la actuación concreta de aquel ordenamiento[3].
TOMÁS D. CASARES
[1] Merced a la potencia obediencial para ser elevada a un orden que supera sus exigencias naturales.
[2] Con ser el derecho natural la ley que Dios enraizó en el ser humano para su desarrollo natural, es superado por las exigencias de la misma sabiduría divina (ley divina) que hace actuar en un plano superior la virtualidad trascendental de esa misma ley, mediante la gracia.
[3] M. Martínez Casas: El derecho romano en la Edad Media; ORTODOXIA, núm. 2 y 3. Ensayo de suma autoridad que inicia una investigación sin mayores antecedentes orgánicos en la biblioteca de la historia del derecho.
Actualizado: Domingo, 05 de Diciembre de 2004